En una ciudad consumida cada vez más por el cemento, donde el verde de todos los colores solo aparece cuando cruzamos los límites citadinos, es de extrañarse cuando en pleno centro, ante los estruendosos y constantes pitos de buses y taxis se esconde a plena vista un bonito y resguardado por el tiempo Café Central.
Aproximadamente en 1940 Las tías abuelas de la mamá de Victoria Eugenia Astorquiza, de procedencia Ecuatoriana compraron la casa de estilo republicano ubicada en calle 16 entre carreras 26 y 27 para dar vida al Hotel Central, un sitio de hospedaje familiar de alta categoría con una clientela muy selecta, con muy buenas referencias y recomendaciones para poder cruzar sus puertas.
Era un sitio muy especial, muy acogedor, conformado por 3 patios llenos de flores y jardines. Lo completaba un huerto y un horno en el que ellas preparaban sus propias recetas, muy ricas, inigualables, todo hecho en casa.
Las habitaciones eran grandes espacios con muebles antiguos, camas talladas en madera, al igual que el piso. Los tendidos y sábanas eran almidonadas y los manteles tejidos. Siempre se mantenía todo impecable y acogedor.
Entre los años de 1987 y 1988 el hotel desafortunadamente desapareció, sin embargo la familia considerando que este era un patrimonio importante no solo familiar sino uno histórico para la ciudad, trabajó en su recuperación. Así nace Café Central como una pequeña ramita de la grandeza que en su época ocupó el Gran Hotel Central.
Recobraron parte de su decoración y la de la casa de los abuelos donde también había mucho que heredar. Sin embargo, la gastronomía era el tesoro que Victoria quería recuperar. Era su memoria, la remembranza de correr por sus pasillos con la habilidad y sagacidad infantil. Los días en que junto a su hermana llegaban a los hornos donde se hacía el pan y ya les tenían dispuesta una masa para que en la libertad de su imaginación le le dieran la forma que ellas quisieran.
El Café Central tiene un pedacito de la historia del Hotel, sus paredes la cuentan en cada recorte de periodico, cada cuadro, cada publicidad de la vieja fábrica de velas de sus abuelos. Aún están los gastados calendarios que les regalaban a sus clientes por allá en las navidades y fin de año de 1935.
Traspasar sus puertas es llegar a un lugar ajeno al ruido mundano de la ciudad, entrar como a un juego donde hay que estar atento, ojear, advertir, contemplar, distinguir, descubrir o avistar viejas piezas, personajes o lugares que se quedaron ahí, congelados en el tiempo.
Las tacitas de porcelana que uno tanto cuidaba de no romper en casa de los abuelos, esa vieja lavadora o nevera que ahora reposan como muebles de decoración. Esos teléfonos de disco o las máquinas de escribir que son totalmente ajenos a las mentes de los niños de ahora que desconocen esta parte de su historia familiar. Es realmente una cápsula de tiempo en pleno centro de la ciudad de Pasto, un vestigio sin duda de sus mejores épocas.
Viajar a través de sus puertas es una oportunidad de recuperar la identidad perdida en una ciudad que ha dejado de sentir orgánicamente para vivir digitalmente, un espacio para oler un buen café y disfrutar del sabor de una empanada casera hecha con la tradición intacta del añejo, un momento en el tiempo para no tener afán, jugar ese larga partida de cartas con las amigas y simplemente reir al lado de un café.
Tal vez el Café Central sigue manteniendo esa clientela selecta que pertenecía al Hotel, quizás solo aquellos que busquemos esa paz en el ruido de esta escandalosa ciudad podemos ver sus puertas, tal vez solo como en las historias de Harry Potter se le aparece a aquel que lo necesite.
GALERÍA FOTOGRÁFICA
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